*Los 24 vistosos y coloridos vitrales con motivos bíblicos son la joya de la corona de la Parroquia de San Juan Bautista del pueblo pesquero de Catemaco, donde se rinde honor al santo patrón de los cuerpos de agua y a la Señora del Carmen
Gisela Uscanga
Catemaco, Ver.- Al ingresar al recinto religioso, el bochorno exterior de una ciudad selvática como Catemaco, casi desaparece por completo y la sensación de frescura y quietud invade el cuerpo.
Los 24 vistosos y coloridos vitrales con motivos bíblicos, repartidos en los muros decorados con laminillas de oro, sobrecogen el alma cuando se ingresa a la Parroquia de San Juan Bautista, el santo patrón de los cuerpos de agua y Santuario de la Señora del Carmen.
Las tres naves en un amplio espacio de la también Basílica Liberiana, terminada parcialmente en 1963, carga a acuestas una historia que se remonta a años atrás, para ser exactos al 1650 con fray Diego de Lozada.
En aquel año todo empezó en una palapa de cañas y zacate que alojaría a la primera y sencilla capilla de Virgen allá en la Punta de la Pesquería, primer asentamiento de Catemaco.
Corría la segunda mitad del siglo XVIII, recuerda el cronista de la ciudad Salvador Herrera García, cuando la población ya mestiza se estableció en lo que hoy es el centro de la ciudad.
Al despuntar el siglo XIX el templo fue rehabilitado, se levantó una pequeña torre en lado sur, se bordeó el amplio atrio y se señalaron las entradas con sendos arcos de mampostería.
Después, entre los años 1770 y 1780, según el historiador Antonio García de León, el templo con paredes calicanto y tejado a dos aguas fue construido por gente traída de San Andrés Tuxtla.
“Ahora el sepia del recuerdo reconstruye la visión infantil de aquel antiguo y pequeño templo. Su ambiente sombrío, impregnado de aromas de incienso, parafina quemada y flores, medio iluminado por la mortecina luz de las veladoras… Un altar barroco, la Virgen en su nicho, prodigioso retablos, delicadas imágenes de bellos o aterradores rostros”, afirma el cronista.
La nueva parroquia, con una blancura que contrasta con el azúl del cielo y de las aguas de la Laguna de Catemaco, fue consagrada como centro de devoción mariana. A la fecha sigue sorprendiendo a propios y extraños en un pueblo de pescadores.